martes, 17 de mayo de 2011

cuento

El último recuerdo que tenía era haberse quedado esperando al sueño con su cuello anatómicamente apoyado sobre aquel brazo casi lampiño. Pero esa mañana despertó, esta vez, y creyó que para siempre, sobre su simple almohada.

De repente e inesperadamente, la invadieron las ganas de no tener ganas, y de tirar toda su alegría por el balcón, aquella que era de a dos; sabía que cargarla sola se le haría demasiado pesada. Se llenó la panza de vacío, y comió todo lo que quedaba sobre la mesa de la cena anterior. Tenía la esperanza de engañarse y sentirse plena.

Desesperada, salió corriendo por los pasillos de no sabía dónde, buscando no sabía qué, pero era algo que sentía que había perdido.

Volviendo con la decepción del que busca y no encuentra, sumado a la angustia de no saber qué se busca, llegó y se quitó toda la ropa, de a poco, como reteniendo la sensación de que todavía algo le pertenecía y que esta vez era ella la que decidía dejar algo.

Allí, en el baño, tardó el tiempo necesario para que cada gotita ofendida por su rechazo se plasmara en el espejo y comenzara a vislumbrar lo que él le había dejado escrito para que lo vea con el primer vapor de la mañana. Sorprendida, y otra vez de a poco, sonrió, de esa manera dulce y algo enamorada que sonríen las chicas en las películas tontas de amor, aunque un poco enojada por usar tan mal su imaginación, se metió en la bañera y se dio cuenta que no flotaba: estaba llena nuevamente de todo lo que necesitaba, y esta vez no se atragantaría con postres con colorantes, sino que se llenaría de besos.

Se masajeó el cuello preparándolo para acomodarlo una noche más sobre el nido al que lo tenía acostumbrado, y volvió a leer el espejo.

Y sonrió.

Sintió aroma a vainillas.





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