martes, 3 de enero de 2012

julio

Detrás de su puerta de roble, lo esperan los ojos más tristes del mundo. Hay una atmósfera que parece ser más fuerte que ellos, y él llega a distinguir un par de jarrones rotos, como en los dibujitos, prueba de que efectivamente esa angustia con la que ella lo recibe es consecuencia de un torbellino de emociones que acaba de abandonar la habitación. Solo unos minutos de retraso le alcanzaron para dar vuelta todo su monoambiente, hurgar por cada rinconcito que registraba, verificar debajo de cada adorno y de cada una de las alfombras, vaciar cada uno de los vasos de sus estantes, esos que él coleccionaba.

Era su forma de hacerlo hablar. De vez en cuando le pasaba, con una frecuencia de casi una vez al mes, le agarraban esas ganas locas de saber más de su chico: tenía la ilusión de encontrar algo allí, alguna cajita, llena de cartas, o de frases rotas, o de cassettes o de vinilos, o de papelitos de colores. Estaba segura que un día encontraría esa jaula donde él guardaba todas las cosas que ella nunca sabría, todo aquello que él nunca le diría.

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